Heridas de guerra:
El Impacto prolongado del conflicto armado en las y los firmantes de paz en Guaviare
Líder del ETCR Charras del Comité Nacional de Excombatientes Lisiados de Guerra, Adulto Mayor y con Enfermedad de Alto Costo (Conelaec).
Foto: Vladimir Encina.
Firmante de paz, lisiada de guerra por daño lumbar en su casa en el ETCR Charras.
Foto: Vladimir Encina.
Don Chiribico, firmante de paz y adulto mayor dentro de su casa en el ETCR Colinas.
Foto: Camilo Rey.
Con cuerpos incompletos y esperanzas vigentes, viven quienes le apostaron a la paz, dejando atrás la guerra que les convirtió en parte de la población discapacitada en Colombia. Según la Comisión de la Verdad, las y los firmantes de paz también sufrieron a nivel físico y mental los impactos del conflicto armado.
“En ese momento, las tropas llegaron casi hasta donde estábamos y uno gritó: ¡Muchachos, llegó el Ejército! Me estiré para mirar, pero no vi nada. Cuando me volví, vi a los soldados abriendo la puerta. No me dispararon, aunque mi compañero recibió disparos cuando intentaba huir.
Me tiré falda abajo y me dieron un tiro, luego sentí un golpe po aquí pal lado de la cadera, me dieron otro. Yo no sé cómo hice pero llegué al otro lado y ya un rastrojito me protegía. Pero me vieron en la rastrojera y ahí mismo me echaron candela y yo: ‘Ay, juemadre’. Ahí fue que me pegaron el otro tiro y me jodieron la mano. Yo seguí moviéndome agachado entre el rastrojo y vi pasar dos conocidos, les grité y ellos vinieron y les dije: ‘Vea cómo me volvieron’. Les mostré las heridas y entonces la casa de ellos estaba cerquita de ahí y fueron y me trajeron pastillas pal dolor y me trajeron de ese coso rojo, isodine, y me hicieron curacioncita ahí”.
Relato de Luis Rojas, ‘Chivirico’, firmante de paz del ETCR Colinas de San José del Guaviare, quien actualmente sufre de diabetes, trombosis y dificultades en el habla.
Foto: Vladimir Encina.
Al igual que él, hoy en día son numerosas las y los excombatientes con heridas de guerra que han tenido que cambiar radicalmente sus estilos de vida y adaptarse a nuevas condiciones de movilidad. Ahora, sin el conflicto armado de por medio, están enfocados en seguir adelante, reuniéndose en espacios territoriales de capacitación y reincorporación, donde están comenzando desde cero para reconstruir sus vidas y contribuir a la reparación del tejido social.
En enero del 2022 el Ministerio de Salud informó la asignación de tres mil millones de pesos a 14 Empresas Sociales del Estado – ESE en el nivel municipal, que resultaron beneficiarias de recursos para financiar la prestación de servicios de salud a firmantes de paz en condición de discapacidad, así como la implementación de acciones de promoción y prevención, rehabilitación integral y atención psicosocial.
La asignación de este recurso se dio dando cumplimiento al Acuerdo Final de Paz, Conpes n.° 3931 de 2018 y Convenio de financiación n.° T06.44, suscrito entre el Ministerio de Salud, la Unión Europea y la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN).
A las ESE elegidas para recibir estos recursos se les asignó la responsabilidad de desarrollar las acciones pertinentes bajo los lineamientos expuestos en la Resolución 2272 de 2021, por medio de la cual se realizó la asignación del dinero y fue expedida por el Ministerio de Salud y Protección Social el 10 de diciembre de 2021.
El recurso fue destinado a ESE ubicadas en los departamentos de Antioquia, Caquetá, Cauca, Chocó, Córdoba, Guaviare, Meta, Nariño, Putumayo y Tolima. La resolución también establece los criterios para la distribución de los recursos entre las ESE beneficiarias, los requisitos para el giro y desembolso de los recursos, y las obligaciones de reporte y seguimiento por parte de las ESE y las entidades territoriales.
En ese sentido y de acuerdo a la resolución N°. 601 del 21 de abril del 2023 suscrita por el Ministerio de Salud y Protección Social, el valor asignado al Guaviare fue por más de 122 millones de pesos para el ETCR de Charras en San José del Guaviare, y el mismo valor para el ETCR Colinas, ubicado también en la capital del Guaviare.
La resolución determinó que el recurso asignado seguiría el esquema A, que implica la presencia permanente de un auxiliar de enfermería en el territorio, así como la realización de seis jornadas extramurales adicionales, incluyendo dos con especialistas. Además, se estableció que el servicio de Transporte de Atención Básica deberá estar disponible de manera permanente.
Sin embargo, al consultar a la entidad sobre los avances en la prestación de servicios de salud a las y los firmantes de paz en condición de discapacidad, así como sobre la implementación de acciones de promoción y prevención, rehabilitación integral y atención psicosocial para esta población, su respuesta fue limitada. Afirmaron que se seguirá el esquema A, es decir, que los pacientes con discapacidad serán registrados en sus historias clínicas y recibirán atención médica como cualquier otro usuario.
La respuesta fue similar cuando se les preguntó sobre la cantidad de excombatientes en condición de discapacidad que han sido atendidos. No otorgaron cifras y se limitaron a repetir que: “Es de recordar que el Ministerio de Salud y Protección Social, definió para las 2 ETCR del departamento del Guaviare que es de esquema A. Cualquier decisión sobre la atención es concertada con los líderes de las ETCR”.
Recientemente la Agencia para la Reincorporación y Normalización – ARN, informó que la distribución de esta población incluye 340 mujeres, 1.543 hombres y una persona diversa; 938 personas en proceso de reincorporación tienen entre 29 y 45 años, 57 entre 18 y 28 años, 229 entre 46 y 59 años, uno no registra información y 659 son adultos mayores.
Por tipo de discapacidad, la física corresponde a la mayoría de la población caracterizada (1.310 personas), seguida por visual (258), múltiple (189), auditiva (101), psicosocial/mental (17) e intelectual (9).
La mayoría de la población se ubica en los departamentos de Meta, Antioquia y Caquetá.
El panorama actual de la población firmante de paz
El año 2016 marcó un hito histórico para el país. Después de años de diálogos, la antigua guerrilla de las FARC firmó el Acuerdo de Paz, comprometiéndose a dejar las armas y reintegrarse a la vida civil. “Se le hacía a uno como imposible salir de allá así como si nada ¿cierto? Como que no me las creía pero ya cuando salimos y que ya miramos ahí que el Ejército y ese poco de periodistas, entonces yo dije, ‘esto sí es enserio’, o sea, yo ya dije, ‘no, ahorita sí, sí es verdad’. A uno le parecía que era un sueño”, recordó Kelly Narvaez, firmante de paz del ETCR Colinas.
Sin embargo, la guerra se aferró a la realidad del país pero con otros grupos armados tanto políticos como delincuenciales, lo que ha implicado que las y los firmantes hoy se enfrenten, no solo a la hostilidad del conflicto, sino a la negligencia del Estado y la desilusión de promesas incumplidas.
Y es que, a pesar de haber abrazado la paz, la guerra sigue arrebatándoles la vida. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz – Indepaz, más de 400 excombatientes han sido asesinados desde la firma del Acuerdo de Paz. Además, muchas de las personas que consideraron que sus reclamos no encontraron respuesta en el marco legal, optaron por regresar a la selva y portar nuevamente uniformes y fusiles.
En el caso de Guaviare y de los municipios de Mapiripán y Puerto Concordia en el sur del Meta, desde la firma del Acuerdo de Paz se han registrado 12 homicidios selectivos y tres desapariciones forzadas de firmantes de paz (una tercera parte de las víctimas era de origen étnico o afrodescendiente). En 2023 se dio el homicidio de un firmante de paz en el municipio de Calamar y la desaparición de otro en el municipio de El Retorno, según la Misión de Verificación de la ONU.
En enero de este año, en el municipio de La Macarena, Meta, Juan Gabriel Hurtado se convirtió en el segundo firmante de paz asesinado en 2024. El hombre, quien se encontraba en proceso de reincorporación en el departamento, fue sacado de su vivienda por hombres armados quienes posteriormente cometieron el crimen en la zona conocida como Caño Yamú, de la vereda Jordania, según informó Indepaz.
Por su parte, el Ministerio de Defensa informó ante el Consejo de Seguridad de la ONU que a febrero de este año, se ha logrado garantizar la seguridad de los 24 ETCR, contar con 1.221 soldados del Ejército y 822 policías destinados a la seguridad de estos espacios, que según informó esa cartera el año pasado, tendrían mayor presencia de la Fuerza Pública en en los departamentos del Caquetá, Guaviare, el Meta y el Putumayo. No obstante, la historia de estos territorios ha demostrado que la presencia estatal solamente a través de la militarización, imposibilita realmente condiciones de vida digna.
En medio de todo hay experiencias esperanzadoras, como las de 13.000 excombatientes que siguen comprometidos con la paz. Según el mismo informe de la Misión de Verificación de la ONU, el 75% de ellos participa en proyectos productivos, tanto colectivos como individuales. En este sentido, la ARN, informó sobre 171 proyectos en los que participan 472 excombatientes de Guaviare, con un valor de $5.010.580.823.
Para el 2023, de los 13.000 excombatientes que aún le apuestan a la paz, 501 están en proceso de reincorporación en el Guaviare:
Ubicación en antiguos ETCR:
Fuera de antiguos ETCR:
Firmantes de paz en Guaviare: cicatrices que tratan de sanar
Aunque se estén destinando recursos para atender a la población firmante en condición de discapacidad de manera integral, es necesario recalcar que frecuentemente esta enfrenta estigmatización, falta de acceso a servicios de salud, educación y trabajo, y violación de sus derechos humanos, problemas que se agudizan para quienes además, padecen de alguna discapacidad y deriva en que las expectativas de reincorporación a la vida civil se vean cada vez más complejas y lejanas.
Sin embargo, también hay historias de liderazgo, resiliencia y esperanza, como la de un grupo de firmantes de paz en Santander que lidera proyectos agropecuarios con personas en condición de discapacidad, la Asociación Comité Nacional de Excombatientes Lisiados de Guerra, Adultos Mayores y Enfermos de Alto Costo (ASOCONELAEC) o la de los protagonistas del fotolibro Memorias Encuentro CaPAZcidades, que reivindican sus trayectorias vitales en defensa de los derechos de adultos mayores y firmantes con discapacidad.
Incluso en Guaviare, donde El Cuarto Mosquetero visitó los ETCR Charras y Colinas para conversar con algunos de quienes le siguen apostando a la paz pese a la falta de garantías y que hacen parte de la población en condición de discapacidad, se encontraron historias llenas de dolor y anhelo pero también de resiliencia y alegría. Para 2023, la ARN reportó en este territorio 124 personas con discapacidad, enfermedades de alto costo y adultos mayores -59 con solo discapacidad y 36 siendo también adultos mayores y/o con enfermedades de alto costo-.
Una experiencia significativa de asociación y que evidencia el deseo de esta población de querer salir adelante pero también contribuir a su comunidad, es el del depósito, agroferretería y miscelanea Funes de la ETCR Colinas, creada hace cuatro años y que cuenta con 25 integrantes. Allí son las y los lisiados de guerra quienes prestan desde muy temprano y durante todo el día este servicio, de paso es un espacio que le permite a firmantes como Chirivico conversar con sus clientes, mayoritariamente habitantes de este espacio de reincorporación y recordar lo que fueron sus días en la guerra, mostrar cómo pese a todas sus dolencias logró llegar a su vejez y pasar de imaginar que iba a morir un día en las montañas a considerarse un sobreviviente pese a que desde muy joven se involucró en dinámicas del conflicto armado.
en el ETCR Charras. Foto: Hali Tauxe.
Foto: Vladimir Encina.
En estos ETCR, los esquemas del Ministerio de Salud se encuentran en funcionamiento y cuentan con servicio ambulatorio y al menos un auxiliar de enfermería permanente, según la Misión de Verificación de la ONU en Colombia.
Pero sigue siendo un reto para territorios como Charras, donde gran parte de la vía es trocha y en invierno es casi intransitable, y luego deben movilizarse durante más de tres o cuatro horas hasta San José del Guaviare para recibir atención especializada. Por ello las y los firmantes terminan con “soluciones” paliativas que les alivia el dolor, pero que a largo plazo no les permite vivir dignamente, ejemplo de ello son las personas que tienen varias hernias discales y estar de pie o incluso acostadas les representa dolores “insoportables”, solo al apretarse con fajas que en su mayoría compraron ellas y ellos mismos, les permite adelantar sus tareas cotidianas, necesarias para proveerse de lo básico y garantizar así su subsistencia y la de sus familias.
Con estas complejidades, resulta esencial el rol de organizaciones como el Comité Nacional de Excombatientes Lisiados de Guerra, Adulto Mayor y con Enfermedad de Alto Costo – Conelaec, cumpliendo un papel fundamental en la identificación de las necesidades de esta población en los territorios, como por ejemplo, el acompañamiento que viene haciendo de manera activa a la primera fase del del convenio suscrito en mayo de 2024 por los Ministerios de Salud y Protección Social, Defensa Nacional y el Fondo Colombia en Paz, para la rehabilitación física y psicosocial de población firmante del Acuerdo de Paz y víctimas del conflicto armado con discapacidad por lesiones de guerra.
Es la primera vez que el Estado destina recursos para atender con enfoque diferencial a esta población, pese a que ya pasaron ocho años tras la firma del Acuerdo de Paz. Se trata del convenio 056 de 2024, “a través del cual se aúnan, articulan y coordinan recursos administrativos, financieros y jurídicos de manera colaborativa contará con fases para su ejecución, la primera con una destinación de $40 mil millones, con los cuales se espera atender a población firmante del Acuerdo de Paz con discapacidad por lesiones de guerra en frentes como: certificación de discapacidad, rehabilitación en los niveles de baja y media complejidad y protésica, procedimientos de alta complejidad, quirúrgicos y gastos conexos en salud para cerca de 1.280 personas firmantes de paz, que corresponden en promedio a un 70% de las 1.884 caracterizadas con discapacidad por lesiones de guerra.”
Aunque este es un avance significativo los vacíos persisten. Representantes de Conelaec comentaron a Rodeemos el Diálogo, que su incidencia en la reincorporación no solo debería darse desde la perspectiva de la salud, pues esta visión unidimensional desconoce otros aspectos como vivienda y sostenibilidad económica. Por ejemplo, la mayoría de estas personas no viven dentro de los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación – ETCR. Según la organización, alrededor de 300 personas en esta situación los habitan debido a que no cuentan con instalaciones e infraestructura adecuada para su condición específica. “Un compañero en silla de ruedas o ciego no puede vivir en un ETCR, por esto muchos se han mudado con sus familias; el único apoyo que puede sostenerlos.”
Por su parte, durante el 2022 la Misión de la ONU adelantó el fortalecimiento a la implementación de los servicios de rehabilitación a través la adecuación de infraestructura y dotación del espacio físico del hospital ESE de San José inaugurado en diciembre de ese año y con una capacidad de atención de 41 personas y ha promovido un pliego de condiciones para la ventana de sociedad civil que se radicará ante el Fondo Fiduciario de Asociados Múltiples (MPTF por sus siglas en inglés), el cual busca generar acciones para reducir la estigmatización a personas con mayores y con discapacidad, además de promover espacios de cuidado.
Es evidente que el impacto del conflicto armado ha dejado una huella profunda en la vida de muchas personas con discapacidad en Colombia, no solo a nivel físico sino también mental. El tomo Sufrir la guerra y rehacer la vida del Informe Final de la Comisión de la Verdad señala que, “en el devenir de la guerra, hombres y mujeres, que a la vez eran los perpetradores y responsables de estos crímenes, fueron testigos de asesinatos selectivos y masacres de amigos, amigas e incluso novios y novias y de muertes causadas por combates, explosiones de minas y otros artefactos”. Este tipo de situaciones les llevó a tener crisis de pánico, ansiedad, ataques de ira, dificultad para conciliar el sueño, depresión, entre otras.
Con su firma y compromiso con la paz, el panorama marcado por ráfagas de fusil y selva profunda ha cambiado. Las historias de las y los firmantes de paz en condición de discapacidad han demostrado que más allá de sus heridas de guerra, son sujetos activos y esenciales para la construcción de una paz estable y duradera en el país.
Eso no deja de lado la necesidad urgente de visibilizar las falencias y dificultades que viven a causa de su pasado y de su condición física y/o mental, pues, aunque se vienen implementando acciones institucionales para atender a esta población, la deuda es grande y el esfuerzo por saldarla se ha quedado corto.
La guerra marcó la vida de Vicente Ortiz durante más de una década, pero fue después de haber elegido el camino de la paz que adquirió su discapacidad. Aún recuerda el fatídico día de 2018 mientras adecuaba un terreno para sembrar plátanos y yucas, cuando un tronco cayó sobre su espalda, fracturándole una vértebra. Desde entonces ha enfrentado dolor constante y limitaciones físicas que han hecho que incluso las tareas más simples se conviertan en desafíos.
No sabe si se habría fracturado algún otro hueso porque solo se hizo una radiografía. “Yo mantengo mucho tiempo parado y me toca acostarme. Si me mantengo mucho tiempo acostado, me toca pararme”, dice. Ni hablar de ir al baño o recoger algún objeto del suelo porque al agacharse el dolor le corroe. Y los pantalones apretados no son siquiera una opción, pues se le duermen sus piernas. Él no lo piensa dos veces para irse a la tierra de Morfeo.
Nació hace 48 años entre las llanuras enlagunadas de Puerto Rico, al sur del Meta. Allí vivió hasta los 24, cuando decidió unirse a las filas de las extintas FARC-EP. Se fue “en el 99 cuando empezó la presencia de grupos paramilitares en el área”, recuerda.
Pero los paramilitares habían arribado dos años antes. Según Verdad Abierta, los ‘paras’ llegaron desde el Urabá Antioqueño hasta los Llanos Orientales, por orden de Vicente y Carlos Castaño. Fueron Jorge Humberto Victoria alias ‘Raúl’ y Elkin Casarrubia alias ‘El Cura’, los encargados de extender el control territorial de las Autodefensas Unidas de Colombia – AUC, iniciando en 1997 una ruta hacia el Meta que luego se extendió a Guaviare, Casanare, Cundinamarca y Vichada. Este grupo pasaría a ser conocido como el Bloque Centauros.
“Todo era muy inseguro, mataban mucha gente. El que salía a Puerto Rico, a (Puerto) Concordia, a San José del Guaviare, lo mataban”, recordó Vicente. Durante el recorrido que hicieron los paramilitares para llegar a la zona oriental del país, cometieron múltiples crímenes, los más recordados son las masacres de Mapiripán, La Picota y Caño Jabón.
Vicente ya participaba en espacios de índole comunista antes de unirse a las FARC-EP -primero como miliciano y luego como guerrillero-. En la década de los 80 hizo parte de la Juventud Comunista Colombiana – JUCO.
Pero no sintió mucho el cambio cuando decidió dejar la milicia para convertirse en guerrillero en 2005. Desde su llegada a los campamentos el 19 de febrero de 1999, siempre estuvo armado dentro de las Autodefensas Campesinas de Colombia pertenecientes a las FARC-EP y que luego pasaron a llamarse Milicias Bolivarianas, pues no querían ser relacionados con las Autodefensas Unidas de Colombia.
Su formación política y militar se la debe al trajinar de sus días como insurgente, recibió entrenamiento básico en los campamentos y luego hizo parte de varias comisiones como la de abastecimiento y la de finanzas. También se desempeñó como motorista por el río Ariari y como operador de radio durante ocho años.
“Yo estuve en el Ariari desde el 99 hasta el 2007 y salí de traslado pa acá pal Guaviare y me quede acá hasta el 2016 que fue el proceso de paz, y que ya llegamos a las Zonas Veredales en ese entonces”. Vicente se refiere a las Zonas Veredales Transitorias de Normalización – ZVTN, que fueron áreas de ubicación temporal hasta la culminación del proceso de dejación de armas. Posteriormente, pasaron a asentarse en los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación – ETCR.
Su retorno a la vida civil no fue fácil. Después de 16 años en la guerrilla, tuvo que enfrentar la realidad de la vida cotidiana y la falta de seguridad que el fusil le proporcionaba. A pesar de los desafíos, mostró una disposición incansable para ayudar a sus compañeros en el proceso de reincorporación. “Llegamos 80 unidades para ayudar a construir la Zona Veredal, pero de esas 80 unidades permanecimos dos compañeros encargados de la recepción de los familiares de los guerrilleros que venían de visita”, recuerda.
Actualmente, Vicente es representante legal de la cooperativa Campo Guaviare y apoya el liderazgo en el ETCR de Charras. Sin embargo, enfrenta una lucha adicional: la atención médica adecuada para su discapacidad. Aunque ha buscado ayuda y medicamentos en brigadas médicas, siente la necesidad de una atención más constante y especializada para aquellos que, como él, enfrentan limitaciones físicas. Admite que no le gusta andar “dopado”, prefiere las terapias, pues siente que sí le han hecho efecto.
Nunca tuvo hijos y no está dentro de sus planes a futuro. Para él, el futuro es colectivo. “Quiero sacar esta cooperativa y comunidad adelante, buscar la forma de que todos tengan un ingreso seguro, para asegurar la vejez, porque la mayoría de firmantes de paz están ya mayorcitos, jóvenes quedan muy pocos”.
Foto: Vladimir Encina.
El día de Marleen Villegas comienza poco después de la salida del sol. Aunque reside en un modesto cuarto, cada día presenta una serie de responsabilidades. Aguarda con la esperanza de encontrar alguna oportunidad laboral que le permita generar ingresos, ya sea vendiendo comida o ayudando a sus vecinos en diversas tareas diarias. Además, dedica tiempo a su formación en panificación a través del SENA. “Ya llevamos más o menos un mes largo y pues ahí estamos estudiando, no abandonamos los estudios”, dice. En el ETCR, completó su educación secundaria y muestra un firme compromiso con continuar capacitándose para avanzar en su carrera laboral.
A pesar de que su rutina no pareciera implicar grandes esfuerzos físicos, enfrentarla no ha sido sencillo para ella. Estando todavía en ‘la mata’, empezaron a asediarla las hernias lumbares, y eso no era viable en la vida guerrillera, donde es normal ir caminando de un lado a otro durante días en medio de la selva cargando objetos pesados. “Nos tocaba trasladar la remesa de un lugar a otro. Siempre nos tocaba andar con un bulto de seis, cinco o siete arrobas. Nos tocaba andar seis, 12 o 13 horas, según el tiempo y el lugar donde estuviéramos, de donde estuviera la remesa o donde pudiera entrar”, explica.
Ese sobre esfuerzo físico no tardó en pasarle factura. “El peso me hace doler mucho y pues en ocasiones quedaba por ahí gateando o quedaba por ahí empezando a dar pasitos”, recuerda. Los dolores los viene acumulando desde hace ocho años.
Su vida cambió tras la firma del Acuerdo de Paz. Ya no tuvo que recorrer largas distancias llevando cargas pesadas, pero tuvo que aprender a vivir con los problemas físicos que la aquejan hasta el día de hoy. A esto se suma la estigmatización que enfrenta debido a su pasado. “Esas personas que están afuera, que muchas veces nos miran como si fuéramos de otro planeta, como si fuéramos personas que nunca hubieran existido, pues nosotros también formamos parte de una nación, es decir, antes de unirnos a las FARC éramos ciudadanos y ahora también somos ciudadanos normales”.
Intenta apaciguar sus pesares con las brigadas que realizan periódicamente en el ETCR de Charras, donde vive actualmente. En esas ocasiones, los médicos le recetan terapias, pero tiene que irse hasta San José del Guaviare para sacar una cita médica que puede tardar entre dos o tres meses.
Y es que ir a la capital del Guaviare desde Charras no es fácil. A veces sale algún vecino en carro que le hace el favor de llevarla. En otras ocasiones paga el transporte en ‘la línea’ (una camioneta que pasa dos veces a la semana) o si hay disponible una moto, no duda en subirse, aunque “Ya al irme en moto, ya me gasto más de las horas que son, porque ya me toca irme más despacio”.
Sus dolencias no la limitan, pues actualmente está asociada al Supermercado Buen Día, ubicado en el corregimiento de Charras-Boquerón. Este surgió de una iniciativa de 29 hombres y 29 mujeres firmantes que se asociaron para crear el proyecto en la localidad del Boquerón, un negocio dotado con todo una línea de productos de primera necesidad de la canasta familiar para suplir las necesidades de la comunidad.
Como si fuera poco, también hace parte de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas, donde colabora para mitigar los dolores de las familias durante la búsqueda de sus seres queridos desaparecidos durante el conflicto armado.
Su mayor esperanza es que sus esfuerzos den frutos y contribuyan a ofrecer un futuro mejor para sus hijas de 15 y 13 años respectivamente. No pudo criarlas debido a la complejidad de la vida en la guerra, lo que ha representado un inmenso dolor y huellas en su salud mental. En ocasiones es tratada como una extraña por parte de sus hijas, a las que el conflicto armado las llevó a crecer sin el amor de su madre. Pese a todo, trata de estar presente en sus vidas, visitándolas siempre que puede y compartiendo en lo posible, momentos de calidad. Desea que ellas logren alcanzar esos sueños que no pudo alcanzar.
“Ya pues salimos de allí y pues hoy en día también estamos en esa lucha día a día por seguir nuestras vidas, por ya pasar una segunda etapa y que se siga dando la paz, la paz que se necesita en Colombia, se necesita en todo el mundo. Aquí le estamos apostando a esa firma que dimos. Le estamos apostando con todo, con mente y corazón porque de una u otra manera tenemos que salir adelante”.
En medio de un territorio en el que la ley la imponía las FARC-EP, vivió Luis hasta sus 16 años, cuando estaba a punto de cursar octavo grado. No pudo continuar porque en 1987, tras tres llamados por parte del grupo guerrillero para convencerlo de unirse a sus filas, decidió irse. “En los primeros días a uno siempre le da duro porque uno llega allá y lo primero que dan es entrenamiento básico político militar. El curso duraba tres meses, aunque si uno era bueno, salía más rápido del curso”, explicó. Luego se especializó en organización de masas, explosivos e inteligencia de combate.
Barrancominas hace parte del Guainía, el cual, hasta el 2019, era el único departamento de Colombia en contar con un solo municipio: Inírida, su capital. De hecho es el municipio más joven de Colombia, porque el 01 de diciembre de ese año, pasó a convertirse en el 1.103 del país. Allí nació Luis Carlos Forero Carrillo, cuando aún la zona se encontraba en un limbo jurídico dado que, al igual que los departamentos del Vaupés y Amazonas, no hay una división geográfica municipal como ocurre en el resto de Colombia, porque en estos territorios predomina la población indígena, como el pueblo Curripaco, del cual hace parte.
Al igual que la mayoría de los territorios en Colombia, Barrancominas estuvo inmerso en el abandono estatal y sufrió los vejámenes de la violencia, en este caso a causa del Frente 16 de las FARC-EP, cuando era cabecilla Tomás Medina, alias el ‘Negro Acacio’, quien tuvo durante casi una década un imperio de droga en esta zona no municipalizada, invadiendo territorios indígenas y deforestando para desarrollar sus operaciones de narcfotráfico, según la Gobernación del Guainía.
La creación de Barrancominas como municipio despertó inquietudes sobre los intereses políticos que han evitado que las poblaciones indígenas administren sus tierras y recursos económicos recibidos del Gobierno. Además, la nueva condición municipal podría abrir puertas a proyectos extractivos, según una investigación de Mongabay.
De acuerdo con la Jurisdicción Especial para la Paz – JEP, las FARC-EP reclutaron 18.667 menores de 18 años en sus cinco décadas de levantamiento armado. Entre 1996 y 2016, sucedieron la mayor parte de los casos y comenzaron con el accionar del Bloque Oriental de la extinta guerrilla, ubicado en los departamentos de Arauca, Boyacá, Cundinamarca, Casanare, Meta, Guaviare, Vichada, Vaupés y Guainía, donde se concentraron el 50% de los reclutamientos del país.
Durante los casi 30 años en la insurgencia, Luis Carlos no pudo desarrollar una vida familiar. En el pasado conoció una mujer del civil con quien tuvo una hija, pero poco o nada pudo compartir con ella hasta la firma del Acuerdo de Paz. La distancia y los años les convirtieron en desconocidos unidos por nada más que un lazo sanguíneo. Su paternidad la ha vivido realmente con su bebé de dos años de edad, la cual tuvo con su actual compañera. “Ahorita uno comparte con el hijo, con la mamá, es muy diferente cuando está con uno”.
Pero ser padre teniendo una condición de discapacidad no ha sido fácil. En 1991, en medio de un combate con el Ejército y la Policía en el corregimiento de Puerto Alvira del municipio de Mapiripán, Meta, recibió un disparo en el brazo y posteriormente lo perdió, no por el impacto de bala sino porque recibió atención médica demasiado tarde. “Duré siete días que solamente me hacían curaciones. Por eso cuando llegué a Villavicencio me llevaron a la clínica y me dijeron que tenía gangrena y que la solución era amputar el brazo”.
No había opción, si los gérmenes que habían causado la gangrena se propagaban a otras partes del cuerpo, la muerte era el destino más seguro. Estaba resignado a perder el brazo pero no la vida, y tras esa experiencia decidió dejar la guerra. Pero abandonar la guerrilla requería de mucho más que perder una extremidad del cuerpo. Luis habló con su comandante para que le permitiera irse, pero la respuesta fue negativa. Le dijeron que debía especializarse en un oficio que pudiera desempeñar sin tener que usar los dos brazos. “Me especialicé como instructor militar, yo daba cursos básicos allá en el frente a los nuevos que llegaban a la organización”, recuerda este hombre que pese a sus vivencias es de sonrisa fácil.
Su labor en la guerrilla dejó de ser necesaria cuando llegó el Acuerdo de Paz y se trasladaron a Charras, zona que se convertiría en un Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación – ETCR. “Esto era sabana, aquí no había nada”, recuerda. Luego de tantos años en la selva, volver a la sociedad fue complejo, pero había toda una comunidad de firmantes con anhelos de paz. Entre todos y todas, levantaron los cimientos de lo que pasarían a llamar hogar -aunque solo lo sería durante tres meses y luego se trasladarían a un sitio en mejores condiciones-. Inicialmente recibieron apoyo de una empresa que aportó personal de ingeniería pero el trabajo tuvieron que terminarlo por sí mismos porque los profesionales jamás regresaron. No obstante, se van a trasladar al corregimiento Boquerón -no se sabe cuando-, ubicado a casi una hora de Charras. Allá, las y los firmantes tienen un predio que ya les fue entregado formalmente aunque sigue a nombre de la Agencia Nacional de Tierras – ANT.
En cuestión de salud, las brigadas son lo más cercano que ha percibido. “Aquí tenemos deficiencia en el puesto de salud, aquí no hay medicamento”, afirma. Las medicinas se limitan a pastas para el dolor de cabeza y si acaso alguna otra para dolencias de menor levedad. Incluso cuando llegan las brigadas, otorgan las dosis exactas y se llevan lo que sobre. Por lo que, generalmente debe ir hasta San José del Guaviare para conseguir los medicamentos que requiere. La única ventaja es que cuentan con servicio de ambulancia las 24 horas, pero teniendo en cuenta el estado de las vías en la zona y el tiempo que tardaría en llegar al Hospital más cercano -que queda en la capital del Guaviare y es de II nivel-, los casos graves podrían representar la muerte.
Durante una visita de la Cruz Roja Internacional, Luis tuvo la oportunidad de ir a Bogotá donde le dieron una prótesis mecánica, “pero a uno no le sirve eso porque no se mueve, ahí solo para aparentar que uno tiene el brazo”. Él quisiera una prótesis robótica o biónica, que utiliza la energía eléctrica originada en el músculo que queda a nivel de la amputación “para uno poder ayudarse”. Además, durante las noches el dolor le perturba el sueño, supone que por la falta de movimiento en la extremidad amputada. Y si la salud física parece ser un lujo, la mental es una fantasía.
A pesar de todo, Luis ha encontrado fuerzas para superarse. Logró culminar su bachillerato y actualmente estudia administración pública en la Escuela Superior de Administración Pública – ESAP. Aunque el camino ha sido difícil y las promesas del Acuerdo de Paz aún no se han cumplido en su totalidad, sigue manteniendo la esperanza de un cambio que mejore la vida de todas las personas en proceso de reincorporación, con el apoyo tanto de la población civil como de organizaciones internacionales y estatales. “La idea de nosotros es buscar un cambio para mejorar la vida de todos, también con ayuda de la población civil” afirma aun con la esperanza intacta.
Foto: Vladimir Encina.
Foto: Vladimir Encina.
Foto: Vladimir Encina.
María Inés Herrera, tiene 52 años y es oriunda de Puerto Lleras, Meta, pero se crió con sus abuelos en Manta, un municipio ubicado al nororiente de Cundinamarca, hasta los 11 años. Luego se fue al Guayabero con sus padres, después a Bogotá y regresó al Guayabero. Teniendo 14 años, a punto de cumplir 15, se enlistó en la guerrilla de las FARC-EP, donde se especializó como radista e intentó aprender de sastrería pero “hay veces que uno no coge juicio”.
No sabe porqué se fue, pero algo le llamó la atención. “No sé… Había una enfermera que nos ayudó mucho. Ellos se hicieron coger mucho cariño y a mí me gustaba”.
De su mamá y sus hermanos no supo más hasta que retornó a la vida civil. En la guerrilla tuvo un hijo y lo dejó al cuidado de una niñera que se lo entregó en 1999, al cumplir los 10 años. Pero no podía tener una vida estable, para el año 2000 los paramilitares habían arribado a la zona y ningún lugar era seguro para el hijo de una guerrillera. Entonces su comandante se lo llevó, en ese momento no buscaba convertirlo en guerrillero sino velar por su bienestar, aunque después recibió el entrenamiento básico para engrosar las filas. Pero su vida no se prolongó más allá de la adolescencia, fue asesinado unos días después de haber cumplido los 17 años. María Inés no estaba con él en ese momento. Se enteró hasta casi un mes después, le contaron que fue a causa de una emboscada.
En 1995 se lastimó la rodilla y en 2007 le pusieron una prótesis. Pero a veces se le resbala porque al caminar, es en esa extremidad donde aplica más fuerza. Tampoco puede ir al baño cómodamente, dice que le toca “casi parada”, porque el dolor es insoportable.
En 2007, además de la prótesis, le hicieron una cirugía y un año después sintió molestias en la cadera. Una radiografía reveló que tenía desvío de columna. A los dos años no aguantaba el andar de sus pies y en 2016 recibió otra intervención quirúrgica en la que le pusieron tres tornillos, exactamente tres meses antes del Acuerdo de Paz. En 2018 tuvo resonancia en Bogotá y se encontró la necesidad de añadir más tornillos.
Recibió terapias porque cuando le hicieron la cirugía, se le durmió parte del pie. Está a la espera de otra operación, pero dice que es más compleja que las que ha tenido y no se siente lista. Mientras tanto, en la otra rodilla ya está sufriendo de artrosis.
Al menos ha recibido los medicamentos necesarios para apaciguar el dolor de sus males. “Pero la mejor droga (y más costosa), no se la dan a uno, toca comprarla”, dice. Igual no acostumbra a tomar muchas pastillas, prefiere aplicarse cremas y estar quieta para no pasar el día adolorida. Incluso hace auto terapias, por ello se organizan con sus compañeros adultos mayores, con alguna discapacidad o con enfermedades de alto costo, para exigir condiciones de vida digna .
Después del municipio de Calamar está el de Miraflores y luego una selva extensa y espesa sin carreteras en medio. Por eso a la mayoría de pueblos de la Amazonía solo se llega en avión. En ese lugar recóndito del Guaviare nació Oscar Tovar hace 34 años. Desde el 2016 está en el ETCR de Colinas, donde llegó tras 14 años siendo parte de las FARC-EP.
En un oscuro episodio de su vida, estuvo encarcelado durante cinco angustiosos meses debido a un falso positivo judicial, una situación que tuvo graves consecuencias para su bienestar mental. El peso de la injusticia y el trauma lo llevaron a experimentar episodios psicóticos, y así, comenzaron a escucharse voces en su mente que lo sumieron en un mundo confuso y desafiante. Le diagnosticaron esquizofrenia y paranoia. Su vida cambió abismalmente.
Desde entonces, su día a día está marcado por la necesidad de tomar medicamentos para mantener a raya los efectos de su enfermedad mental. La EPS le suministra los medicamentos necesarios, pero para obtenerlos, debe viajar hasta San José del Guaviare, ya que en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación – ETCR apenas cuentan con un puesto de salud con una escasa dotación de medicamentos, principalmente para enfermedades leves. Sin un cuarto frío adecuado para conservarlos, la medicina podría perder su eficacia y comprometer su bienestar.
En San José del Guaviare recibe también las terapias para su enfermedad mental cada 15 días. Sin embargo, algunos días parecen no ser suficientes, y con paciencia sus vecinos lo apoyan cuando tiene comportamientos en público que él nunca se imaginó tener pero que son impulsados por una enfermedad derivada de la estigmatización y persecución estatal.
Hace 10 años se convirtió en papá por primera vez y dos años después tuvo otra hija, por las que responde económicamente aunque a veces se ve alcanzado. Considera que es necesario generar estrategias de ingresos para el diario vivir, pues aunque él cuenta con un negocio de venta de licor que tiene en arriendo, ha visto que las y los demás habitantes del ETCR lo han tenido más complicado.
El camino hacia una salud mental plena y una vida digna las y los firmantes de paz, independientemente de su ubicación geográfica, es un desafío que requiere de un enfoque integral y una inversión significativa en servicios de salud mental accesibles y de calidad. La historia de este Óscar es un recordatorio de la importancia de contar con acceso a la atención médica que merecen, sin importar dónde vivan o las circunstancias que enfrenten.
Al cumplir los 16 años, Ana Gutierrez García se fue de la vereda Puerto Alvira, conocida como ‘Caño Jabón’, en Guaviare, para unirse a las FARC-EP. En 1999, ocho años después de haber abandonado el lugar, llegaron los paramilitares, asesinaron a 20 personas y quemaron la mitad del pueblo, prendiéndole fuego a la estación de gasolina. Durante el camino para arribar a la vereda, habían asesinado a siete personas. También dispararon indiscriminadamente a las y los habitantes que transitaban por el río Guaviare durante la toma que duró cerca de tres horas, así murió una niña indígena de seis años que viajaba con su padre por el río.
De acuerdo con declaraciones de excombatientes, la masacre se dio por orden de Carlos y Vicente Castaño para quitarle el control de la zona a las FARC-EP que manejaban desde hacía varios años el negocio del narcotráfico, según Rutas del Conflicto.
Ana había nacido en Inírida, Guainía y a los siete años la llevaron a Caño Jabón. A la guerrilla se fue porque le gustó, pero cuando llegó allá, notó varias cosas que no eran como las imaginaba. “Pero ya uno se va acostumbrando, todo es costumbre”, afirma.
Su vida ha estado llena de adversidades, pero a lo que más le ha costado adaptarse es a las limitaciones físicas que adquirió hace 20 años. En aquel entonces, mientras cargaba madera, sufrió una caída que le provocó una lesión en la espalda y durante 20 largos días, se encontró postrada en cama, incapaz de caminar. Aunque con el tiempo logró incorporarse nuevamente a sus actividades, su vida cambió drásticamente.
Ya no podía internarse en la selva como solía hacerlo, pues sus capacidades físicas se vieron mermadas. En lugar de recorrer los senderos intrincados y enfrentar los desafíos diarios en la jungla, Ana se vio obligada a permanecer en el campamento la mayor parte del tiempo. Actividades que requerían fuerza física y esfuerzo ahora estaban fuera de su alcance.
“Uno se convierte prácticamente en un estorbo porque uno no puede trabajar ni hacer cosas”, en ese tipo de casos, se dejaba a la persona en una casa para que buscara otras maneras de valerse por sí misma, por lo que, si era necesario, estaba dispuesta a irse porque los malestares le acosaban frecuentemente.
Pero con la llegada del proceso de paz ya no le fue necesario abandonar a quienes consideraba familia, fue más viable acoger un cambio que no tenía guerra de por medio. Debido a su condición no puede trabajar, su esposo, con quien lleva siete años, es quien la reemplaza en el proyecto productivo colectivo de ganadería que tiene junto a unos compañeros.
Más allá de recibir atención en un albergue de San José del Guaviare y tomarse una radiografía en Villavicencio, Ana no ha recibido el acompañamiento que necesita para su condición de salud. A la fecha no le han formulado terapias. “Fui y me hicieron unos examenes pero no me dijeron nada”.
Inmediatamente después de decir su edad, Noé Gabriel Garzón Moreno, aclara que su estado civil es soltero. A sus 48 años, esté quizá aún esperando que el amor de una compañera llegue a su vida, alguien que le ayude a recordar cómo eran los paisajes coloridos que abundaban en la ruralidad que constantemente recorría.
En el 2007, a mediados de junio, se encontraba en la frontera del Meta y Guaviare, donde estaba el Frente 43 de las FARC, cuando fue alcanzado por una mina que lo sumergió en la oscuridad. “Yo no debería estar vivo porque esa bomba era de muerte ¿no? entonces, bueno, para algo me tienen aquí en esta tierra”, recuerda asombrado.
Fue trasladado de inmediato a Bogotá, donde se sometió a un trasplante de retina en el ojo izquierdo y uno de córnea en el derecho, lo cual contribuyó a su recuperación visual. Después de dos años, regresó a un campamento en Venezuela llevando consigo los medicamentos necesarios. Sin embargo, tras año y medio en el que sus ojos funcionaron correctamente, se agotaron los medicamentos y «se apagó la luz», dice. «Por allá donde estábamos no se conseguían los medicamentos porque son unas gotas que uno tiene que echarse por siempre para prevenir el rechazo e infección y todo eso. Entonces no se pudieron conseguir y se me dañó el trasplante y otra vez volví a quedar así».
Para el 2011 se encontraba en Puerto Ayacucho, frontera venezolana con Puerto Carreño. Allá, sus compañeros le gestionaron una nueva intervención quirúrgica, esta vez en Maracay. Noé no cabía de alegría al haber recuperado la vista, aunque parcialmente, podía moverse sin ayuda y leer con gafas.
Debía asistir cada cierto tiempo a controles médicos, pero se fue a otro campamento por el río Orinoco para trabajar como financiero. Al tiempo contrajo una infección en el ojo por la contaminación del agua que lo llevó a empezar a perder la visión nuevamente. Después de varios intentos fallidos de regresar a trabajar en la selva, se trasladó a un centro de rehabilitación en Caracas, pero con la crisis económica de Venezuela en 2013, Noé no volvió a percibir efectivo y le fue imposible continuar comprando los medicamentos que necesitaba, así que nuevamente perdió la visión y regresó a Colombia.
Desde entonces su vida cambió drásticamente. La dificultad para movilizarse y realizar sus labores cotidianas ha hecho estragos en su vida, pues carece de opciones laborales y frecuentemente depende de alguien que le ayude como guía. Utiliza un bastón para ayudarse a caminar, pero suele estrellarse con obstáculos en las calles, mucho más en un territorio rural como Charras. Aunque se siente frenado en su vida y en sus planes, busca formas de seguir adelante. Ha decidido emprender un negocio vendiendo hielo para generar ingresos y mantener su independencia financiera. Reconoce que no es mucho, pero valora cualquier fuente de ingresos y se esfuerza por ser autosuficiente.
En el pasado intentó emprender con pollos de incubadora junto a un socio, pero perdió lo invertido. “Me robó, me decía que se morían, bueno, eso la sociedad no sirve”, dice decepcionado. Lo volvió a intentar con otro compañero, pero esta vez le dio peste a la mayoría de las aves y perecieron.
Aun así, Noé es de los que no le gusta quedarse quieto. Actualmente está gestionando la posibilidad de someterse a otro trasplante de córnea, esto mediante una posible cita en la Clínica Barraquer en Bogotá, donde espera actualizar sus exámenes y su historial médico para evaluar su estado actual y determinar si es posible realizar otro trasplante. Por eso, está ahorrando para cubrir los costos, que estima en alrededor de un millón de pesos, incluyendo la consulta con especialistas y otros gastos relacionados. Él persiste, quiere volver a ver el campo, quiere mejorar su calidad de vida, quiere seguir apostándole a la paz sin vivir en la oscuridad.
A pesar de enfrentar numerosos desafíos y dificultades, una parte significativa de las y los excombatientes, muchos de los cuales llevan consigo heridas físicas y mentales de la guerra, se mantienen firmemente comprometidos con la paz y buscan construir una vida productiva y pacífica tras el conflicto. Sin embargo, es crucial reconocer que tanto el Estado como la sociedad también desempeñan un papel esencial en asegurar una verdadera reconciliación y construcción de paz en el país.
En este sentido, el apoyo y la atención tanto del Estado como de la sociedad son fundamentales para ayudar a las y los excombatientes a superar los obstáculos que enfrentan en su camino hacia la reintegración. Se deben proporcionar oportunidades significativas para su reinserción en la sociedad, facilitando su acceso a la educación, el empleo, la salud y la vivienda. Además, es necesario brindarles asistencia en el proceso de sanación y rehabilitación para enfrentar las secuelas físicas y emocionales de la guerra.
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